Por: Herbert Mujica Rojas
Han pasado 25 años desde que Haya de la Torre se fuera un 2 de agosto hacia la historia. Para entonces su liderazgo superaba medio siglo de lucha fragorosa, de pugna a muerte contra la antipatria y no pocos fueron los que cayeron en el intento de hacer del Perú madre y no madrastra de sus hijos. Al margen de opiniones, muy por encima de sesgos, Víctor Raúl fue un hombre decente, en un país de política infecta y sucia y murió en casa fraterna pero ajena.
Víctor Raúl Haya de la Torre.
De ímpetus y andanadas incontenibles, Víctor Raúl fue un maestro y un dínamo ambulante que agitaba conciencias, retaba con fundamento y amaba al Perú con querencia de hombre grande. Era esencialmente un hombre bueno. Y así lo entendieron las muchedumbres que le siguieron en su epopeya durante décadas.
¿Cómo puede entenderse sino, que al sólo conjuro de su voz o de su nombre, los héroes anónimos del pueblo, arriesgaran el pellejo en la cita clandestina o en el debate que muchas veces fue sellado con el balazo artero o el fusilamiento letal? Como si fuera ayer, recuerdo que aquel 2 de agosto en el Aula Magna, un viejo aprista, famoso por su rudeza, me dijo, vestido en insólito terno y embargado por lágrimas, mirando los restos del león caído: ¡es al único que respeto!
Para muchos de nosotros, muy jóvenes entonces, Víctor Raúl no fue sólo el legendario conductor de multitudes o el jefe del Partido a quien pocos contestaban por una mal entendida fraternidad que muchas veces era sumisión vasalla, fue también el agitador y el docente que enseñaba con el ejemplo. Su única riqueza la constituían sus libros, la arquitectura de un partido con mártires y líderes caídos y el profundo amor a una causa de justicia.
Citado por Haya, llegué una tarde fría a Villa Mercedes, donde por todo alimento, tomé una gaseosa que Jorge Idiáquez me convidó sin dejar de advertir: ¡que no se dé cuenta el Jefe porque es suya! ¡Pero yo era un escolar literalmente muerto de hambre! Víctor Raúl discurrió por regaños de un encargo que no había podido cumplir y recomendaciones múltiples. Luego de algunas horas, me preguntó cómo me iba en el colegio y si había almorzado porque me notaba desfalleciente. Cuando le confesé que no, entonces, blasfemó de la 'juventud desnutrida', 'descuidada' y obtuve una charla sobre los trujillanos adolescentes que habían combatido en Trujillo en 1932.
Otra vez, sin proponérmelo, tuve el atrevimiento de preguntarle por causa de qué Rómulo Betancourt sí había llegado al gobierno en Venezuela en los años 40 y él no. Eso significó 7 ó más días de proscripción disciplinaria porque el 'Viejo' no quería hablar con un 'bocón irrespetuoso'.
Creo que fueron esas y otras calaveradas las que me ganaron su afecto discreto y fraterno.
Las nuevas promociones, apristas y no apristas, deben entender que la política no tiene que ser necesariamente sucia o repugnante si quienes están en ella, ostentan, como lo hiciera Haya de la Torre, genuina devoción por el Perú y su gente. Probablemente esa sea la lección inmarcesible y paradigmática legada por este hombre de imborrable recuerdo.
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