Las palabras del presidente de la Cámara de Diputados de Italia en el sentido de que la próxima cumbre que se realizará en Lima, entre jefes de Estado y de Gobierno de Europa con sus homólogos de América Latina y el Caribe, puede marcar un “punto de inflexión” en las relaciones entre ambos bloques es un hecho que merece una reflexión por nuestra parte.
Europa inició su proceso de unificación a partir de la economía –la comunidad del acero y el carbón, y más adelante, el Mercado Común, antecedente de la Unión Europea–; en ese contexto, los pueblos del Viejo Continente miraron como prioritarios sus vínculos entre sí y le dieron un énfasis importante a su relación con América del Norte (anglosajona y protestante), a la cual se encontraban unidos gracias a la OTAN.
Un segundo nivel de prioridad fue dado a las otroras colonias de aquellos países que habían tenido –como Gran Bretaña y Francia– vastos imperios que empezaron a disolverse luego del fin de la Guerra Mundial. América Latina estaba más distante por historia y geografía, pero era y es, paradójicamente, muy cercana por cultura, dado que las raíces latinas son importantes en la UE y no solo en los pueblos ibéricos sino también en Italia, Francia y Bélgica.
En la actualidad, una UE con la península Ibérica como parte de ella y los cambios políticos vividos en nuestra región a lo largo de las dos últimas décadas –básicamente, la caída de las dictaduras y el fortalecimiento de la democracia con el compromiso internacional de defender este sistema político gracias a sendas resoluciones de la OEA– han significado una razón más para la aproximación entre el Viejo Continente y América Latina.
Para avanzar en este necesario proceso de aproximación, los europeos han de aprender a mirar más lejos y nosotros debemos esforzarnos por fortalecer nuestras democracias y, con énfasis especial, nuestros procesos de integración para poder avanzar en el diálogo constructivo con quienes poseen una experiencia valiosa en la superación de nacionalismos provincianos y en la construcción de una patria grande que genere hermandad y prosperidad donde antes hubo rivalidades, odios y conflictos.
Europa inició su proceso de unificación a partir de la economía –la comunidad del acero y el carbón, y más adelante, el Mercado Común, antecedente de la Unión Europea–; en ese contexto, los pueblos del Viejo Continente miraron como prioritarios sus vínculos entre sí y le dieron un énfasis importante a su relación con América del Norte (anglosajona y protestante), a la cual se encontraban unidos gracias a la OTAN.
Un segundo nivel de prioridad fue dado a las otroras colonias de aquellos países que habían tenido –como Gran Bretaña y Francia– vastos imperios que empezaron a disolverse luego del fin de la Guerra Mundial. América Latina estaba más distante por historia y geografía, pero era y es, paradójicamente, muy cercana por cultura, dado que las raíces latinas son importantes en la UE y no solo en los pueblos ibéricos sino también en Italia, Francia y Bélgica.
En la actualidad, una UE con la península Ibérica como parte de ella y los cambios políticos vividos en nuestra región a lo largo de las dos últimas décadas –básicamente, la caída de las dictaduras y el fortalecimiento de la democracia con el compromiso internacional de defender este sistema político gracias a sendas resoluciones de la OEA– han significado una razón más para la aproximación entre el Viejo Continente y América Latina.
Para avanzar en este necesario proceso de aproximación, los europeos han de aprender a mirar más lejos y nosotros debemos esforzarnos por fortalecer nuestras democracias y, con énfasis especial, nuestros procesos de integración para poder avanzar en el diálogo constructivo con quienes poseen una experiencia valiosa en la superación de nacionalismos provincianos y en la construcción de una patria grande que genere hermandad y prosperidad donde antes hubo rivalidades, odios y conflictos.
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