Por: Gonzalo Portocarrero. Sociólogo
Aunque muchos no quieran reconocerlo es un hecho que el socialismo ha sido el fiasco más grande de los siglos XIX y XX. Sonaba bonito: una sociedad democrática, sin tiranos, basada en una economía sin ánimo de lucro. Y, sobre esta base, una vida solidaria donde la realización de cada uno fuera la preocupación de todos. Entonces habríamos llegado al reino de la libertad, donde cada quien podría desarrollar sus capacidades y emplear su tiempo de la mejor manera que se le pudiera ocurrir.
En el ideal socialista se conjugan los valores de justicia, libertad, fraternidad y progreso. La tradición humanista se renueva con el aporte de la ciencia y la fuerza del espíritu romántico que impulsa a lo grande y generoso. La causa socialista atrajo a todos aquellos que deseaban un mundo mejor y que creían que, gracias al desprendimiento de los líderes, al avance de la ciencia, y al heroísmo popular, este nuevo mundo podría construirse rápidamente, dejando atrás, para siempre, la pobreza y la opresión.
Sin embargo, a la hora de realizar el ideal socialista aparecieron realidades que no se habían previsto: la ambición de los líderes por el poder, la proliferación de la burocracia ineficiente y despótica, la desmoralización del pueblo y la corrupción generalizada. Estas realidades fueron pensadas como “desviaciones burguesas” que serían evitables gracias a la dictadura provisional de un dirigente máximo, y a la exigencia de mayores sacrificios a los trabajadores. Después de todo, se trataba de defender las conquistas populares y de perseverar en la construcción de la sociedad y los hombres nuevos. La revolución y el líder máximo no se podían criticar pues no había que dar armas al enemigo. Y la abolición de las libertades también se justificaba en nombre de ese futuro glorioso que no demoraría en materializarse.
La gente que abrazó la causa socialista lo hizo seducida por la convicción de que se trataba de un proyecto posible. La explotación y la injusticia desaparecerían de la faz de la tierra. Y cuando la realidad no fue por donde se esperaba, la mayoría de los socialistas defendió los giros autocráticos y totalitarios en función de salvaguardar las conquistas logradas. Era tan potente el deseo por realizar el ideal socialista que generaciones sucesivas se sometieron a una ceguera voluntaria, de tal modo que continuaron apoyando
a autócratas como Stalin, Mao y Castro. Cada uno es rehén de su propio sueño y el sueño de la izquierda era tan potente y bello que pocos estaban dispuestos a despertar.
El generoso impulso a la justicia que fundamentó a las izquierdas dio lugar a un remedio que terminó siendo peor que la enfermedad. Las buenas intenciones, tanta ilusión y desprendimiento sirvieron de poco. En realidad, el socialismo fracasó porque los líderes se pervirtieron por el poder absoluto que empezaron a disfrutar. Y para el pueblo la retórica del compromiso y del sacrificio se fue desgastando hasta convertirse en una mascarada cínica en la que nadie creía. La eliminación del mercado y la concentración del poder fueron como la cara y el sello de regímenes dictatoriales, corruptos e ineficaces.
Entonces, la izquierda no tiene una alternativa real al capitalismo. Esta carencia tendría que marcar el reencuentro con su vocación originaria, que es la lucha contra la injusticia y la defensa del débil contra el poderoso, arrogante y arbitrario. Sin embargo, este cambio no está garantizado, pues hay muchos en la izquierda que recubren sus ambiciones personales de poder con la idea de que es posible un modelo alternativo de desarrollo basado en la política y el Estado. En consecuencia, prometen y siembran ilusiones que o no se proponen cumplir o terminan rápidamente en desastres. La demagogia es precisamente recoger y potenciar la ilusión popular por situaciones imposibles, como mejorar las condiciones de vida sin un aumento correlativo de las inversiones. La demagogia es el camino a la extinción de la izquierda, pues termina erosionando su credibilidad y destruyendo su razón de ser.
La construcción de una alternativa de izquierda supone una cultura y una subjetividad que solo puede crearse muy paulatinamente. Una inspiración en ese camino es el presidente uruguayo, José Mujica, el ex guerrillero que fomenta la inversión privada, pero que, al mismo tiempo, es ejemplo vivo de la vigencia de los valores de izquierda. Su modestia y austeridad, su cercanía a la gente han hecho que se gane el corazón de su pueblo. Está mucho más cerca del ideal socialista que los hermanos Castro en Cuba o Maduro en la Venezuela chavista.
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