PARÍS.- Debatían el candidato conservador y la candidata socialista. Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal. Un hombre de acción contra una madre coraje. Se ofertaban un proyecto 'prêt à porter' y un boceto para hacer una política a medida. Un agitado contra una sonrisa. Ése era el cartel.
Pero todos los expertos dicen que en un debate de estas características se convence a pocos. Se busca reforzar a los convencidos, dejar claro tanto las propuestas de uno mismo como su preparación para el cargo y buscar el fallo del contrario. En un debate seguido con pasión en Francia, 'Sarko' y 'Ségo' se interpelaron, se interrumpieron y debatieron sin un segundo de pausa durante 2 horas y 38 minutos. Ambos confirmaron sus puntos fuertes y buscaron desmintir sus defectos.
Ségolène sorprendió por su agresividad. Sabedora de que está cuatro puntos detrás de Sarkozy en las encuestas, fijó a su rival con una mirada retadora, le interpeló sobre la gestión de la actual mayoría gaullista y procuró demostrar que da el nivel para el cargo, uno de sus principales déficits. Puso ejemplos de su gestión y de cosas concretas y bailó dialécticamente ante el rival hasta endosarse el adjetivo con el que busca herirle en cada ocasión: "brutal".
Ella es la Francia del corazón, la que promete consuelo para todos los afligidos. La que es capaz de cerrar un mitin con esta frase evangélica: "amaros los unos a los otros". En la noche del debatese presentó a sí misma como "madre de una familia de cuatro hijos" en su última intervención en la que pidió el voto de "la audiencia". Apeló a los que preferirían un gobierno dialogante, propenso al referéndum (prometió varios), aunque tenga un programa a medio hacer.
Pero perdió la sonrisa. Y una vez la calma. Nadie se esperaba una Ségolène así. Estaba radiante, los labios en rosa claro, chaqueta negra con hombreras marcadas, camisa blanca con un cuello semi mao por el que asomaba un collar discreto, sin pendientes. Pero sólo sonrió al principio y al final. Como si estuviera concentrada en su guión. Dar imagen de seriedad, de responsabilidad, con autoridad, combativa. Pero perdió la calma -en una discusión sobre la escolarización de los niños minusválidos- y sobre todo, le faltó pegada ante un rival de más peso. Sus puñetazos dialécticos estaban bien colocados pero no tenían fuerza para tumbar a un peso pesado.
Sarkozy tenía dos rivales, Ségolène y él mismo. Se esforzó tanto en controlarse, en no dejarse llevar por ese carácter endemoniado que se le presta, que casi se pasa. Evitó la mirada de Royal. A toda costa. Al precio de volver locos a los realizadores. Ora mirada a los dos periodistas que condujeron liviana y precisamente el debate. Ora a su notas. Ora a Royal, para preguntarle por tal o cual punto del programa socialista que cree inconcreto. Él es la Francia de la razón, la que le dice al enfermo que está grave, que va salvar el pellejo pero que hay que operar. El candidato empollón que se sabe cifras, leyes. El que tiene un programa detallado, con propuestas concretas sobre todo, con un plan de actuación detallado y dice ya lo que hará este verano.
Sarkozy, traje azul marino, camisa azul clara, corbata azul oscura con rayas, gemelos discretos. Ronco. Con media sonrisa irónica. Dejándole la iniciativa para esperar a su rival al contraataque, dándole una veces la razón para demostrar que tienen más puntos en común de lo que la gente piensa. Haciéndole preguntas para demostrar que la candidata socialista no se sabe el temario del examen. Citando a Zapatero más veces que ella. (En Moncloa deben estar felices, Zapatero fue el dirigente más citado del debate). Sus minutos finales fueron cristalinos: "Soy un hombre de acción. La palabra fatalidad no está en mi diccionario... Me he preparado y no decepcionaré a los franceses".
Se enfrentaron dos lógicas y dos formas de dirigirse a sus conciudadanos. Ségolène apeló al corazón. Sarkozy a la razón. Ambos dieron la talla pero los franceses decidirán si quieren un médico o una enfermera.
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