domingo, enero 26, 2014

La lección de Alan

Las declaraciones que cerraron el encuentro de presidentes que tuvo lugar ayer en Palacio tienen algo de torpeza y mucho de precipitación.


EL FALLO que dirimió de modo “equitativo” el diferendo marítimo entre Colombia y Nicaragua ha generado altas dosis de nerviosismo en Chile: al proponer una salida salomónica, el tribunal parece haber obviado que los mejores argumentos jurídicos estaban del lado colombiano. Con todo, este hecho debe leerse con mucha calma, porque toca cuestiones muy delicadas.
En ese sentido, las declaraciones que cerraron el encuentro de presidentes que tuvo lugar ayer en Palacio tienen algo de torpeza y mucho de precipitación. Por un lado, llamar al tribunal de La Haya a conformarse a derecho puede resultar cuando menos contraproducente, pues supone una crítica severa a la calidad jurídica del último fallo. Además, esa afirmación da por hecho que el tribunal va a resolver la cuestión “salomónicamente”: ponerse el parche antes de la herida puede facilitarles a los jueces la tarea de infligirnos la herida.
En rigor, todas estas declaraciones muestran bien la debilidad estructural de la posición chilena: nuestro legalismo nos puede terminar jugando una mala pasada. Tenemos una confianza infinita en nuestros argumentos jurídicos, pero nos cuesta entender que las jurisdicciones internacionales son, por definición, tan políticas como jurídicas. Los tribunales internacionales funcionan fuera de la lógica del equilibrio de poderes, y eso los hace completamente impredecibles, y hasta caprichosos, pues carecen de contrapesos efectivos. Esta situación, que puede parecer muy conveniente en abstracto -jueces completamente independientes-, es bien complicada en la práctica, pues los jueces no están vinculados a las comunidades en cuestión y terminan respondiendo a criterios enigmáticos.
Como sea, el error original de Chile es haberse escudado siempre en una actitud legalista que hace caso omiso de este tipo de consideraciones políticas. Por eso, la decisión -tomada en junio de 2009 por el gobierno de Michelle Bachelet- de no objetar la competencia del tribunal fue una primera señal equívoca, pues allí aceptamos entrar en un juicio donde no teníamos nada que ganar y mucho que perder. Y se reconoció la competencia del tribunal justamente porque estábamos seguros de tener los mejores argumentos jurídicos, pero olvidando que La Haya no obedece ni ha obedecido nunca sólo a criterios jurídicos.
Por eso, mientras más pasa el tiempo, más crece la figura de Alan García, quien levantó el tema en su primera presidencia, y terminó construyendo un caso con todos los ingredientes necesarios. García puso todo su talento político al servicio de una causa que, desde el primer día, Chile se negó siquiera a considerar: para nosotros, el reclamo peruano simplemente no existía. Fue tal la destreza de García, que incluso logró evitar que Ecuador -aliado histórico de Chile- apoyara nuestra posición, como enrostrándonos que el derecho separado de la política no sirve de mucho. Considerar la dimensión política no equivale a formular declaraciones altisonantes ni amenazas absurdas -la que realizó ayer el senador Frei raya en el delirio-, sino en crear, con mucha paciencia, condiciones que favorezcan nuestra posición. Si queremos evitar sorpresas desagradables, sería conveniente enfrentar los próximos desafíos diplomáticos (Bolivia) habiendo aprendido la lección de Alan.
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