Este artículo de mi admirado padre fue escrito cuando estudiaba Jurisprudencia en la Universidad de San Marcos; ahí, abre los pliegues de sus emociones para proyectar su espíritu bondadoso y sensible con los pobres.
Fue publicado en 1922 en el diario El Tiempo de Lima, un año antes de la revuelta estudiantil de1923, memorable acontecimiento en que participó activamente.
El artículo, así como algunos de sus escritos y poemas, forman parte de uno de los anexos de mi libro de 500 páginas que llamare "1923, EL COMIENZO".
Con afecto, lo comparto.
Luis Gonzáles Posada.
El perfil de las cosas
COMO UNA PROTESTA
Ayer vi un funeral: el funeral de un pobre; de aquellos que posiblemente no tienen ni para un atahúd: era un funeral verdaderamente triste; primero iba la caja mortuoria, de madera, mal cepillada, mal pintada y mal clavada, con grietas anchas y sin un adorno; parecía que por las grietas el muerto miraba todo; seguramente con cólera o muy triste; su pobreza, su miseria lo acompañaba hasta su última morada donde habrá de confundirse con los restos de otros pobres como el que no tienen como dice el vulgo ni en que caerse muertos por eso van a la fosa común, después de una brega hostil, contínua, estéril para ser quemados en promiscuidad macabra, el ataúd iba sobre los hombros de cuatro individuos abrazados, que soportaban aquel peso simbólico, mudos, taciturnos y dolorosos.
Era un funeral bien triste; el cortejo componíanlo dos mujeres y cinco criaturas, luego varios hombres que por su facha parecían obreros; todos tenían los trajes raídos, sucios, pringosos; las mujeres y los niños lloraban despacio, silenciosamente como se lloran los grandes dolores.
Los grandes desastres que oprimen el alma; como se llora lo que duele sinceramente, y seguían el ataúd en amoroso y amarga desolación; los obreros también iban tristes, muy tristes, con los ojos bajos y los brazos laxos, como sumidos en crueles filosofías; y así hacían el camino hacia el Cementerio.
No había carroza, no había coches; ni en el Cementerio seguramente discursos ni oraciones, para ese muerto no habrá responsos ni misas; no habían sino lágrimas y silencio.
Un verdadero dolor lo acompañó hasta la fosa común, los que lloraron, lloraron por su muerte tan pobre; por su vida tan pobre y por su pobreza tan absurda y brutal, por esa pobreza que no sabrán comprender los que no lo han sentido nunca, ni la han comprendido nunca tampoco.
Los amigos que fueron tras esos restos, turnándose para llevarlo y tirarlo en el hoyo fatal, porque no podían hacer otra cosa, lo acompañaron y lo cargaron contritos, amargados acatando la inexorabilidad del destino, sintiendo el peso de ese ataúd, que era como el peso de una gran desgracia colectiva, irremisible, imperdonable.
Eran hombres y no lloraban; pero dentro, el corazón, seguramente les decía que ellos irían también así, y quizá ni eso al último descanso, en el seno de la tierra madre; más piadosa y más comprensiva que la sociedad, más hospitalaria y más buena que muchas instituciones que de tales se precian, y no son en su realidad, sino egoísmos y arterias, organizadas para escala de los más listos y de los más fatuos.
Y pensar que en el Perú se habla de confederaciones obreras de grandes instituciones ampliamente organizadas.
Un obrero iba así, sobre los hombros de cuatro compañeros silenciosos, con un cortejo de dos mujeres y dos niños que lloraban y muchos hombres tristes, flacos, con los trajes raídos y pringosos.
González Posada
EL TIEMPO
19/03/1922
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