Por Jorge Ramos - Estados Unidos
Los cubanos del exilio, que nunca han sido tímidos para expresar su opinión sobre ningún tema, esperan a que se muera Fidel Castro. Pronto. Así. No conozco a muchos que lo quieran vivo. Y me lo dicen abiertamente.
Pero la gran pesadilla del exilio es que todo siga igual luego de la muerte del dictador. La transición del poder que ya ha ocurrido en Cuba —con Raúl Castro al mando y sin rebeliones callejeras— era un escenario que pocos se imaginaban. Me explico.
En los 16 años que llevo viviendo en Miami siempre escuché, tanto de académicos como mis muchos amigos cubanos, que con la muerte o enfermedad de Castro la dictadura se resquebrajaría. Y no ha sido así.
Por el contrario, la misteriosa enfermedad de este comandante atornillado al poder ha obligado a cerrar filas entre la élite que gobierna Cuba. Tanto es así que nadie se atreve a hablar públicamente de la salud de Castro.
Tengo en mis manos la edición del 1 de agosto del 2006 del periódico El Nuevo Herald que anuncia triunfal en su titular “CASTRO CEDE EL PODER”.
Desde ese momento, hace casi seis meses, no ha vuelto a haber fiestas frente al restaurante Versalles en la Calle Ocho. Y es que taladra la sospecha de que, incluso con Castro muerto, las cosas pudieran seguir igual en Cuba debido a que Raúl encontró la manera de darle continuidad y estabilidad al régimen.
Eso sería terrible: para Cuba, para el exilio y para todos aquellos que creemos que los cubanos de la isla merecen, al igual que los ciudadanos de cualquier parte del mundo, vivir en democracia.
La gran incomodidad en Miami es que sin Fidel Castro visiblemente en el poder, nada parece haber cambiado en la isla. Pero quizás nos equivoquemos. Tal vez Castro, desde su cama, sigue dando órdenes, y ninguno de sus temerosos colaboradores se atreve a sugerir un cambio por temor a la cárcel o a la muerte.
¿Agoniza? No sabemos. Hace tiempo que dejé de pronosticar respecto al dictador cubano. Aquí en Miami lo han matado varias veces y siempre revive. Su hijo, Fidel Castro Díaz-Balart, acaba de decir en Chile que su padre "está mejorando, lo veo mejor". Imposible saber si miente.
La dictadura de Castro ha sido brutal y no hay por qué pensar que en sus últimos momentos —lo que duren— se va a suavizar. Al contrario: las patadas de ahogado suelen ser las más violentas. Los agonizantes poderosos son aún más exigentes con sus subordinados porque ya no tienen nada que perder.
La gente en Cuba no se ha alzado por el temor a la represión militar. Con Castro o sin Castro, las riendas del ejército siguen en manos de su hermano Raúl, y pobre de aquel que se rebele. Total, calculan, qué importa esperar un ratito (o ratote) más.
Ya sea que hablemos de semanas, meses o años, Castro está en las últimas. Y lo que me molesta enormemente es que Castro muera en su cama y no en la cárcel. Me molesta tanto como el hecho de que el tirano Augusto Pinochet haya muerto sin ser sentenciado por sus crímenes en Chile y en la millonaria comodidad de su hogar. Castro y Pinochet fueron dictadores, matones, represores y, ante la más mínima noción de justicia, deberían haber terminado sus días pagando sus abusos en prisión. Lo más triste cuando muere un dictador como Francisco Franco de España o Pinochet o Castro es que lo haga en sus términos. Revuelve los intestinos que se hayan salido con la suya hasta el final.
Tres de cada cuatro cubanos no saben lo que es Cuba sin Castro. Y Miami sin Castro, me imagino, dejará a muchos sin trabajo: a todos aquellos que incansablemente han alzado su voz durante casi cinco décadas para denunciar los abusos castristas. Pero será un descanso bien merecido.
Los cubanos del exilio nos han enseñado que nunca hay que bajar la mirada ante los que abusan del poder. Aunque pasen 48 años o más. Y por eso estoy con ellos.
c.2007 Jorge Ramos
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