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Lo mismo ocurrió la semana pasada con el Partido Popular Cristiano (PPC), cuyo cónclave nacional aprobó por mayoría la reelección de Lourdes Flores en la presidencia del mismo.
¿Determinan estas asambleas y sus procesos democráticos internos, el vigor de los partidos políticos vigentes? Lamentablemente no. Lamentable porque siendo actos plausibles, sólo constituyen el ejercicio de una pequeña parte de lo urgido hoy a quienes se juntan y organizan con pretensiones de llegar, mediante la vía electiva, a conducir los destinos de las localidades, regiones y del mismo país.
Hace pocos días, la Fundación Friedrich Ebert reunió en Lima a diversos congresistas y líderes de partidos tanto de Chile como de Bolivia quienes, junto a los peruanos, desarrollaron un enriquecedor intercambio de experiencias. Uno de los ejes del debate –como se esperaba– fue la crisis de representación política que no sólo atraviesa a los países de América Latina, sino también a muchas naciones desarrolladas o en vías de desarrollo del mundo.
Llamaron mi atención las reflexiones de Santos Ramírez, dirigente del MAS de Bolivia y hasta hace poco presidente del Senado de su país. Ramírez sostuvo que el proceso de emergencia popular viene superando la capacidad de respuesta de los movimientos políticos y que la aparición de los nuevos actores tiene directa proporcionalidad al fracaso de quienes lo precedieron en la administración del poder.
A partir de esta realidad, concluimos que el principio de alternancia democrática es hoy la excepción y no la regla. Que el divorcio ciudadano-partido requiere una cirugía de reconciliación a partir de reformas profundas y variadas: más espacios participativos, más regulación sistémica (financiamiento, elecciones internas, registro de las ofertas electorales), menos centralización de las decisiones, entre otras muchas.
En suma, que la democracia partidaria no sea de los iluminados sino de los que iluminan –con sus demandas e insatisfacciones– las propuestas políticas de la actualidad.
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