lunes, junio 23, 2008

¿Cómo matar a los gigantes malvados?

Por Alfredo Barnechea

Las dos respuestas usuales a los problemas de América Latina están equivocadas. Hay una suerte de bancarrota intelectual en la política latinoamericana.
La primera es lo que se llama “populismo”. En general, implica una redistribución rápida, la búsqueda de “atajos” al desarrollo.
A diferencia del “viejo” populismo, que buscaba “incluir” nuevos segmentos sociales, el nuevo tiene una naturaleza facciosa, “excluye”. Tiene una retórica antisistema -por lo que “recoge” a los desplazados de la vieja izquierda.
Apela a comunidades de “origen”, no de “destino”. No ancla su legitimidad en un contrato constitucional para construir un futuro compartido, sino en un pasado étnico, usualmente “reconstruido” -ficticio.
El eje de su propuesta es un nacionalismo energético. Cree que el control de los recursos naturales produce el desarrollo.
Los recursos naturales han sido más una maldición que una bendición. Inundan de dinero duro a naciones sin capacidad institucional para absorberlo. Los países africanos lo prueban. En Latinoamérica, el ejemplo es Venezuela. 350 millones de dólares diarios por petróleo, pero Caracas no tiene leche. (Debe decirse que el despilfarro petrolero fue también el estigma de los regímenes pre Chávez).
Una excepción a esta maldición es Noruega. Cuando descubrió petróleo, creó un fondo soberano (casi 400,000 millones) que hoy es el segundo del mundo. Ha resuelto el problema central de los países con recursos naturales: ¿cómo usar esos ingresos, que se agotan, para financiar la competitividad del futuro, que es renovable, casi al infinito?
La otra respuesta en boga es lo que se llama “neoliberalismo”.
Se funda en un “fundamentalismo” economicista: la economía manda, la política es secundaria. Curiosamente hay una coincidencia con las premisas del marxismo. ¿Será por eso que tantos marxistas de mi generación se transformaron tan aptamente en conversos neoliberales?
Por tanto, el Estado debe ser maniatado. Es el mercado el que obrará los milagros.
¿Cuándo? Todo es cuestión de tiempo: el crecimiento producirá el “chorreo”.
Una de sus premisas es correcta: la buena macroeconomía (baja inflación) es un “bien público”. Pero la conclusión “fundamentalista” es equivocada -y paralizante.
Cree que el libre comercio iguala todas las economías, haciendo que cada uno haga lo que hace mejor (teoría de Ricardo). ¿Pero qué pasa cuando una tribu del Amazonas entra en un intercambio con una empresa de Sillicon Valley (si se diera ese caso)?
Por otro lado, nadie se hace rico produciendo sólo, y eternamente, materias primas. Los sectores de retornos decrecientes no “incuban” progreso, mientras que los de sectores de retornos crecientes sí. En otras palabras, los países ricos producen “cosas” de países ricos.
Lo que nos lleva a una pregunta medular para el Perú de hoy: ¿cómo usar la ventana de oportunidad de las materias primas para financiar el desarrollo tecnológico? ¿Y para cerrar las brechas de cohesión social interna? ¿Cómo “jalamos” con esos recursos al sur andino, tal vez la tarea histórica de nuestra generación? En otras palabras, ¿cómo imitar a Noruega, o a Finlandia?
Frente a las dos políticas equivocadas, no puede oponerse una solución “completa”. Ya no hay sistemas absolutos. De esto procede lo que a veces parece una melancolía intelectual de la política. No hay sino “reformas”: parciales, eclécticas, “incompletas”. Pero esto no quiere decir que el objetivo final de todas las políticas no siga siendo el que, al terminar la Segunda Guerra, propuso William Beveridge, el prócer primigenio del Estado de Bienestar: hay que matar a los cinco “gigantes malvados: la necesidad, la enfermedad, la miseria, la desocupación, la ignorancia”.
Si uno quisiera aterrizar ese objetivo al Perú de hoy, debería plantear quizá algunas preguntas prácticas.
Huancavelica origina buena parte de la energía hidroeléctrica del país, pero dos tercios de sus habitantes no tienen luz. Cajamarca alberga algunas de las grandes riquezas mineras del país, pero durante años, el distrito más pobre del Perú fue Choropampa. ¿Qué hacemos cuando podemos tener empresas de calidad mundial que coexisten con campesinos que viven en la edad preindustrial? ¿Cómo redistribuimos las rentas razonablemente, para que no se repitan sucesos como los de Moquegua?
¿Cómo, quién elimina estas contradicciones pavorosas? ¿El Estado? ¿El mercado? ¿Asociaciones variables entre los dos? ¿La gente, el “pueblo lo hizo” del discurso de Chincheros del Belaunde del 56?
El Perú es un país en transición: económica y demográfica, con nuevos y múltiples actores. Al mismo tiempo su Estado no es capaz de “disciplinar” esa incesante energía social. Los conflictos son inevitables. Ralf Dahrendorf dice que “el sendero que lleva a las economías florecientes pasa por un valle de lágrimas”, y que “la amarga experiencia nos enseña que el camino que va de un ingreso de 1,200 dólares a uno de 12,000, comienza con una fase de desorientación general. En esta fase, la gente es sumamente propensa a las tentaciones fundamentalistas (o nacionalistas)”.
La revolución Francesa produjo el mito fundacional por excelencia. Libertad, igualdad, fraternidad. Nunca surgió después un programa, casi un slogan, de profundidad tan irrepetible. El siglo XX exaltó la igualdad. El último cuarto de siglo postcomunista, la libertad, sobre todo económica.
A un neoliberal esto le puede parecer algo retórico. Pero no construiremos un Perú de verdad, que vaya más allá de siete años (la cifra bíblica de las vacas gordas) de buenos datos económicos, si no lo fundamos en una cierta forma de fraternidad, y matamos para siempre a los cinco gigantes malvados.
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