Por: César Campos R.
Nadie duda que la recuperación del respeto de la ciudadanía por las instituciones públicas empezará a materializarse en la medida que éstas agilicen su capacidad de servicio y den muestras palpables de contar con mecanismos que eviten la corrupción।
Pero la ciudadanía es un enunciado gaseoso y muchas veces tramposo cuando se la caracteriza como "la voz de Dios" o "el pueblo organizado en defensa de sus legítimos derechos", cuando en varias ocasiones no es más que muchedumbre, barra brava y expresión auténtica de los sentimientos más primitivos del ser humano.
Por ello, los cambios urgentes que necesita el Estado no deben aislarse de las transformaciones también requeridas para el sector civil. Al fin y el cabo, las fortalezas o debilidades de un Estado sólo son reflejo de las sociedades que lo componen.
La reciente experiencia de Moquegua desnuda esta verdad: un sistema público rebasado en muchas de sus atribuciones (de los gobiernos central, regional y municipal) y al otro lado una turba vocinglera, exacerbada por quienes tienen claro su propósito de erosionar las vías de solución del sistema democrático. Desconocer, por ejemplo, la representatividad y capacidad de diálogo de sus autoridades legítimamente elegidas, demuestra el vigor que tiene en nuestro medio el anticiudadano.
El Ejecutivo está empeñado en cambiarle el rostro al aparato estatal mediante la vigencia de las normas de austeridad (para algunos extremas), los procedimientos de simplificación (como el silencio administrativo) y ahora a través de la regulación del servicio civil del Estado que permitirá, por fin, seleccionar, capacitar, evaluar y promover a la burocracia más efectiva.
Esto es muy bueno. ¿Pero cómo y por dónde iniciamos el cambio de la ciudadanía para que se haga merecedora de ese ideal de servicio público? ¿Cuándo empezamos a luchar de veras contra el anticiudadano?
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