sábado, julio 05, 2008

La gran persecución: EL HOMBRE DE LAS CAVERNAS

Escribe Leonardo Aguirre 

Armando Villanueva del Campo cumplirá ochenta y nueve años el próximo veinticinco de noviembre. Y no quiere dejar este mundo sin publicar sus memorias. Porque el libro, “La Gran Persecución”, escrito al alimón con el periodista y novelista Guillermo Thorndike, no es otra cosa que las memorias de uno de los máximos líderes apristas que alternó gran parte de su juventud política entre el destierro y la prisión.

En realidad, “La Gran Persecución” es una larga entrevista donde, felizmente, el autor de “El Caso Banchero” opina muy poco y el interpelado se despacha a su gusto (cosa que los periodistas suelen impedir). Además, la entrevista se sazona con fragmentos del diario de Don Pedro Villanueva –padre del “protagonista”-, cartas del propio Armando durante sus frecuentes reclusiones, y partes policiales que constatan (es decir, inventan) un prontuario casi delincuencial.

Las evocaciones de Villanueva parten de la sangrienta intentona revolucionaria de 1932, bajo el mandato de Luis M. Sánchez Cerro, y corren hasta la transmisión de mando de 1956 que favoreció, nuevamente, a Manuel Prado Ugarteche y que coincidió con el retorno del APRA al sistema partidario oficial.

Este siete de julio se cumplirá el aniversario número setenta y dos del asalto al cuartel O’ Donovan en Trujillo. Ése fue el primer paso de una revolución que no llegó a ser tal y que, más bien, sirvió como pretexto para proscribir al PAP como si se tratara de un vulgar grupúsculo terrorista.

En 1932, como antecedente inmediato, el General Sánchez Cerro se cargó encima el Congreso Constituyente e hizo apresar a todos los diputados apristas. Luego, un jovencito de veintidós años y admirador de Haya, apellidado Melgar, se atrevió a dispararle por la espalda al militar piurano. Falló. El herido respondió con el arresto de Víctor Raúl. Ya por entonces el partido se había granjeado un amplio respaldo popular, e incluso simpatizantes en las Fuerzas Armadas. Precisamente, fueron miembros de la Marina los ocho golpistas que poco después se levantaron en el Callao mientras Lima bullía de protestas masivas. Naturalmente, los marinos fueron sentenciados y acribillados en la isla San Lorenzo. 

Es entonces que el mítico Búfalo Barreto encabeza la toma del cuartel O’ Donovan que derivó en la masacre de doce oficiales del ejército y la Guardia Civil (sin embargo, Villanueva asegura que se trató de un error y que Haya nunca ordenó tal desenlace como proclamó la versión militar). El General Presidente dispuso, entonces, el asalto de la ciudad y el fusilamiento sin preguntas de casi un millar de trujillanos pedestres contra los muros de Mansiche y la ciudadela de Chan Chán. Así terminó la sublevación aprista del 32. Este acontecimiento es la columna vertebral de la notable novela de no-ficción que Thorndike publicó en 1969: “El Año de la Barbarie”.

Y es que “La Gran Persecución” bien puede ser considerada como la segunda parte de dicho libro. Desde entonces y hasta 1956, los adeptos al Hayismo tuvieron que organizarse en la sombra. Fueron veinticuatro años de marginalidad en los que el Partido Aprista Peruano fue cualquier cosa menos un partido ante la opinión pública manipulada por el gobierno. Y Haya de la Torre, el ubicuo, que cambiaba de escondite casi a diario, fue perseguido como si se tratara del mismísimo Abimael Guzmán. El joven Armando, parroquiano de las cárceles, describe una existencia azarosa, con la muerte pisándole los talones, y en este libro nos ofrece algo muy parecido a una novela de espionaje.

El que alguna vez fue candidato a la presidencia reconstruye aquí la historia clandestina del aprismo, azuzado por las preguntas didácticas, y por momentos inquisitivas, de un Thorndike que sabe mantener la discreción y limita sus ímpetus literarios a los breves pincelazos que introducen cada capítulo (unos de cal, otros de arena). El resto de “La Gran Persecución” es el propio testimonio de Armando que, por su precisión, contradice aquel viejo lugar común que asegura que uno suele acometer sus memorias justo cuando comienza a perder la memoria. 

Por otro lado, la distancia de los años le permite al entrevistado mirar el pasado con mayor objetividad: descubre deslices en la trayectoria de su partido, reconoce virtudes en los adversarios y confiesa no guardarle ningún rencor a sus verdugos. 

El líder aprista recuerda incluso los detalles aparentemente más insignificantes. Digo “aparentemente” porque son esos detalles los que agilizan, colorean, vitalizan la Historia con mayúsculas. Así, Armando aprovecha las coordenadas del “espacio-tiempo histórico” (frase tan cara a su maestro) para desembrozar su biografía: sus inicios en el partido, sus travesuras de adolescente, sus amores, las fricciones con su familia por causa de su riesgosa militancia y, por supuesto, la cercanía con un Haya de la Torre a quien estas páginas despojan de toda solemnidad.

Ciertamente, la novela es la historia privada de las naciones. Y estas memorias, que se devoran con la impaciencia de una novela, son la historia privada del aprismo y de la política peruana desde el Año de la Barbarie hasta el fin del Ochenio. Lo que amenazaba con ser un voluminoso reportaje histórico (y en bruto, con los materiales sin procesar) se convierte en el esbozo de una novela gracias a la batuta del trajinado periodista y los toques íntimos de su lúcido interlocutor (quien también, como él mismo refiere, trabajó en la prensa radial y escrita).

De modo que las objeciones son únicamente materiales: las innumerables erratas, la tipografía tosca y, en fin, una edición que visiblemente dista del calificativo habitual de “impecable” (aunque, por otro lado, el exiguo precio quizá justifique las carencias). Fuera de estos detalles accesorios, debo decir que Villanueva y Thorndike, acaso sin proponérselo, han tramado un libro apasionante.
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