Si para algunos peruanos aún hay duda sobre quién fue el jefe de Estado que impulsó la demanda peruana ante la Corte Interamericana de La Haya sobre el diferendo marítimo con Chile, en el vecino país están convencidos de que la autoría solo debe ser atribuida al ex presidente Alan García Pérez.
En efecto, en extenso reportaje publicado ayer en su edición impresa y horas más tarde en su portal web, La Tercera de Santiago señala que durante el primer gobierno de Alan García se creó la tesis de la indeterminación de los límites marítimos, y en el segundo se perfeccionó la demanda ante la Corte de La Haya.
A continuación reproducimos el artículo firmado por el periodista chileno Ascanio Cavallo.
En efecto, en extenso reportaje publicado ayer en su edición impresa y horas más tarde en su portal web, La Tercera de Santiago señala que durante el primer gobierno de Alan García se creó la tesis de la indeterminación de los límites marítimos, y en el segundo se perfeccionó la demanda ante la Corte de La Haya.
A continuación reproducimos el artículo firmado por el periodista chileno Ascanio Cavallo.
Una sombra ancha
Perú se ha anotado en su favor casi tres tantos con la demanda que planteó en contra de Chile en el tribunal de La Haya. El primero es haber construido a lo largo de tres décadas un caso en torno al límite marítimo que ha regido desde comienzos de los años 50 mediante acuerdos pesqueros, a los que Lima ha querido reducir a letra menor mientras que Santiago intenta defenderlos como tratados. En breve, no hubo diferendo hasta que la diplomacia peruana lo construyó.
El segundo éxito es haber diseñado una demanda que casi no puede perder, no porque envuelva mayor o menor justicia, ni siquiera porque satisfaga sus intenciones, sino porque plantea tantas peticiones –complementarias o alternativas– que aun en su resultado inferior puede ser presentada como un triunfo. Aquí ya no se trata de soberanía, sino de la astucia y la prevención de una clase política que no quiere ser inculpada por ningún fracaso fronterizo, como lo fue la de fines del siglo XIX.
El tercero no ha terminado de aclararse y por ahora tiene el aspecto de un autogol. Es la sensación creada en la clase política chilena acerca de que el fallo anunciado para el día 27 sería adverso, una idea que alimenta en forma explosiva las disensiones en torno al manejo de las relaciones con Perú.
En realidad, en Chile hay una sola discrepancia pública respecto de la demanda peruana: la pertinencia de la política de “cuerdas separadas” –intercambio económico por un lado, debate fronterizo por otro– que inauguró la administración de Sebastián Piñera cuando ya tenía la demanda encima. Esto es todo: una diferencia de táctica diplomática.
Pero no es poco. Es, nada menos, lo que ha motivado el intenso activismo de La Moneda para explicar los fundamentos de su defensa a todos los grupos institucionales en las pasadas semanas. Descuéntese la necesidad real de que las instituciones estén debidamente informadas; aún si esa obligación no existiese, permanecería la amenaza política de que la sentencia de La Haya se convierta en el 27/F del gobierno de Piñera, un gran episodio final por el cual sea acosado y acusado en los años sucesivos.
En el universo de la buena fe no hay razón para creer que Perú sabe del fallo algo que su contraparte ignora. Aunque haya cierta rumorosidad acerca de líneas quebradas, millas diferidas e interpretaciones enrevesadas, las normas de La Haya impiden que cualquiera de las partes tenga conocimiento anticipado del resultado, so riesgo de que todo sea invalidado. Ni siquiera es justo atribuir el triunfalismo de Perú al gobierno de Ollanta Humala o a su diplomacia, que también podrían ser víctimas del exceso de expectativas.
Al frente de la excitación peruana hay una figura eminente: Alan García, cuyo primer gobierno, en los 80, creó la tesis de la indeterminación de los límites marítimos, y el segundo, en los 2000, perfeccionó la demanda de la que informó, con el aire de una lisura limeña, a la Presidenta Michelle Bachelet. Es posible que no haya otro político en el planeta que comprenda tan bien los intensos, epifánicos, sentimientos de los peruanos sobre la frontera sur perdida hace más de un siglo. Y desde luego, no hay otro político peruano que haya podido combinar con tanta gracia la competencia y la gentileza con Chile.
Quienquiera que haya estado en la Casa de Pizarro en los pasados 20 años –Fujimori, Toledo, Humala– ha tenido que vivir bajo la densa sombra de Alan García. En esas mismas dos décadas, esa sombra ha volado en Chile entre los gobiernos de Augusto Pinochet, Patricio Aylwin, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera.
Perú se ha anotado en su favor casi tres tantos con la demanda que planteó en contra de Chile en el tribunal de La Haya. El primero es haber construido a lo largo de tres décadas un caso en torno al límite marítimo que ha regido desde comienzos de los años 50 mediante acuerdos pesqueros, a los que Lima ha querido reducir a letra menor mientras que Santiago intenta defenderlos como tratados. En breve, no hubo diferendo hasta que la diplomacia peruana lo construyó.
El segundo éxito es haber diseñado una demanda que casi no puede perder, no porque envuelva mayor o menor justicia, ni siquiera porque satisfaga sus intenciones, sino porque plantea tantas peticiones –complementarias o alternativas– que aun en su resultado inferior puede ser presentada como un triunfo. Aquí ya no se trata de soberanía, sino de la astucia y la prevención de una clase política que no quiere ser inculpada por ningún fracaso fronterizo, como lo fue la de fines del siglo XIX.
El tercero no ha terminado de aclararse y por ahora tiene el aspecto de un autogol. Es la sensación creada en la clase política chilena acerca de que el fallo anunciado para el día 27 sería adverso, una idea que alimenta en forma explosiva las disensiones en torno al manejo de las relaciones con Perú.
En realidad, en Chile hay una sola discrepancia pública respecto de la demanda peruana: la pertinencia de la política de “cuerdas separadas” –intercambio económico por un lado, debate fronterizo por otro– que inauguró la administración de Sebastián Piñera cuando ya tenía la demanda encima. Esto es todo: una diferencia de táctica diplomática.
Pero no es poco. Es, nada menos, lo que ha motivado el intenso activismo de La Moneda para explicar los fundamentos de su defensa a todos los grupos institucionales en las pasadas semanas. Descuéntese la necesidad real de que las instituciones estén debidamente informadas; aún si esa obligación no existiese, permanecería la amenaza política de que la sentencia de La Haya se convierta en el 27/F del gobierno de Piñera, un gran episodio final por el cual sea acosado y acusado en los años sucesivos.
En el universo de la buena fe no hay razón para creer que Perú sabe del fallo algo que su contraparte ignora. Aunque haya cierta rumorosidad acerca de líneas quebradas, millas diferidas e interpretaciones enrevesadas, las normas de La Haya impiden que cualquiera de las partes tenga conocimiento anticipado del resultado, so riesgo de que todo sea invalidado. Ni siquiera es justo atribuir el triunfalismo de Perú al gobierno de Ollanta Humala o a su diplomacia, que también podrían ser víctimas del exceso de expectativas.
Al frente de la excitación peruana hay una figura eminente: Alan García, cuyo primer gobierno, en los 80, creó la tesis de la indeterminación de los límites marítimos, y el segundo, en los 2000, perfeccionó la demanda de la que informó, con el aire de una lisura limeña, a la Presidenta Michelle Bachelet. Es posible que no haya otro político en el planeta que comprenda tan bien los intensos, epifánicos, sentimientos de los peruanos sobre la frontera sur perdida hace más de un siglo. Y desde luego, no hay otro político peruano que haya podido combinar con tanta gracia la competencia y la gentileza con Chile.
Quienquiera que haya estado en la Casa de Pizarro en los pasados 20 años –Fujimori, Toledo, Humala– ha tenido que vivir bajo la densa sombra de Alan García. En esas mismas dos décadas, esa sombra ha volado en Chile entre los gobiernos de Augusto Pinochet, Patricio Aylwin, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera.
Figura notable
El de Alan García es un caso extraordinario y sería primitivo calificarlo como un antichileno. Las recriminaciones cruzadas sobre las muchas condecoraciones que le brindaron instituciones chilenas suenan a mezquindad frente al hecho más sustancial de que con ellas Chile reconoció en el ex presidente peruano a una figura notable, desde luego más notable que todos los dictadores de la región y que muchos de los jefes de Estado que se le han podido parecer en sus devaneos populistas y en su inclinación por la posteridad.
Alan García condujo su reivindicación sobre Chile por vías políticas, diplomáticas y jurídicas; no insinuó nunca ninguna finta militar en serio. Quizás se pasa de listo con sus actuales llamados a celebrar el fallo como una fiesta patria. Ya sabrá él, mejor que nadie, a qué se expone con eso.
Pero su presión sobre el límite con Chile ha mantenido vivo el irredentismo sobre Tarapacá –minoritario, según una seguridad muy dudosa que suelen ofrecer los políticos peruanos–, cuya expresión redonda es la voluntad de no perder nunca la vecindad con Chile.
Hasta el fin de la Guerra del Pacífico, Perú nunca fue vecino de Chile. Mucho más que impugnar la idea de las “cuerdas separadas”, habría que preguntarse por qué la diplomacia de Santiago ha aceptado la versión de la “frontera eterna” con Perú, que tanto alimenta la imaginación peruana como desalienta las expectativas de Bolivia. ¿Por qué habría de ser eterna una frontera que no es original y sólo nació de una contingencia bélica?
Por esa línea-celada se mueven los llamados de numerosos políticos chilenos –en un arco que va desde Francisco Vidal hasta Hernán Larraín– para que La Moneda exija, después del desenlace de La Haya, el fin definitivo de los problemas fronterizos con Perú. Es una forma algo retorcida, y quizás hasta involuntaria, de seguir la propuesta de la “frontera eterna”. Si la historia mundial de los últimos 200 años no fuese tan elocuente, quizás se podría considerar que es una idea seria, y no meramente ingenua.
Pero como no es así, el fallo de La Haya tendría que abrir un análisis mucho más profundo acerca de la política limítrofe de Chile, sin apretujarse en las pobrísimas lógicas del triunfo o la derrota y las culpas de uno u otro gobierno. Podría ser la señal para decidir si el país puede enfrentar sus conflictos sin ser sólo el sujeto defensivo de más demandas. O el objeto pasivo por sobre el cual pasan las sombras, delgadas o macizas, de políticos talentosos.
El de Alan García es un caso extraordinario y sería primitivo calificarlo como un antichileno. Las recriminaciones cruzadas sobre las muchas condecoraciones que le brindaron instituciones chilenas suenan a mezquindad frente al hecho más sustancial de que con ellas Chile reconoció en el ex presidente peruano a una figura notable, desde luego más notable que todos los dictadores de la región y que muchos de los jefes de Estado que se le han podido parecer en sus devaneos populistas y en su inclinación por la posteridad.
Alan García condujo su reivindicación sobre Chile por vías políticas, diplomáticas y jurídicas; no insinuó nunca ninguna finta militar en serio. Quizás se pasa de listo con sus actuales llamados a celebrar el fallo como una fiesta patria. Ya sabrá él, mejor que nadie, a qué se expone con eso.
Pero su presión sobre el límite con Chile ha mantenido vivo el irredentismo sobre Tarapacá –minoritario, según una seguridad muy dudosa que suelen ofrecer los políticos peruanos–, cuya expresión redonda es la voluntad de no perder nunca la vecindad con Chile.
Hasta el fin de la Guerra del Pacífico, Perú nunca fue vecino de Chile. Mucho más que impugnar la idea de las “cuerdas separadas”, habría que preguntarse por qué la diplomacia de Santiago ha aceptado la versión de la “frontera eterna” con Perú, que tanto alimenta la imaginación peruana como desalienta las expectativas de Bolivia. ¿Por qué habría de ser eterna una frontera que no es original y sólo nació de una contingencia bélica?
Por esa línea-celada se mueven los llamados de numerosos políticos chilenos –en un arco que va desde Francisco Vidal hasta Hernán Larraín– para que La Moneda exija, después del desenlace de La Haya, el fin definitivo de los problemas fronterizos con Perú. Es una forma algo retorcida, y quizás hasta involuntaria, de seguir la propuesta de la “frontera eterna”. Si la historia mundial de los últimos 200 años no fuese tan elocuente, quizás se podría considerar que es una idea seria, y no meramente ingenua.
Pero como no es así, el fallo de La Haya tendría que abrir un análisis mucho más profundo acerca de la política limítrofe de Chile, sin apretujarse en las pobrísimas lógicas del triunfo o la derrota y las culpas de uno u otro gobierno. Podría ser la señal para decidir si el país puede enfrentar sus conflictos sin ser sólo el sujeto defensivo de más demandas. O el objeto pasivo por sobre el cual pasan las sombras, delgadas o macizas, de políticos talentosos.
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