Por DOMINGO GARCIA BELAUNDE:
Un inesperado mensaje me dio la noticia de la muerte de Alan García. Me quedé devastado. No recuerdo cuando lo conocí; pero sí que supe de él por mis hermanos, en especial de José Antonio, con quien lo unió amistad desde los patios de Letras de la Universidad Católica, entonces en la céntrica Plaza Francia. Fue a partir de 1985 cuando lo traté, si bien esto se acentuó en su segundo mandato, que terminaría por reivindicarlo ante la historia y lo colocó en altísimo lugar que ni siquiera han igualado los que lo han sucedido. Admiré en él no solo su capacidad oratoria, su vocación de servicio, su enorme cultura, sino también sus gestos cordiales para con los que lo rodeaban. En lo personal, siempre le he estado agradecido, pues de él solo recibí atenciones y gentilezas. Nunca le pedí nada, y por eso mi recuerdo agradecido.
Leyendo noticias, compruebo la forma artera como los fiscales hacen su labor. Fue así como lograron entrar a su casa, a una hora inusual, con engaños y justamente con un largo feriado a la vista, para que se pudriese en la cárcel sin poder hacer nada. Es muy difícil saber cómo Alan García tomó esa decisión trágica, pero pienso que fue fruto de un desgaste por una campaña de demolición que llevaba años. Y sobre todo, para no exponerse a que lo humillen en público, a él que había sido presidente del Perú dos veces, elegido por el voto popular.
La última vez que lo vi fue en una cena familiar —hace un mes, el 16 de marzo—, organizada por mi hermano José Antonio para celebrar su cumpleaños. Estábamos solo nosotros. Alan se sentó frente a mí y sentí que quería contarme cosas. Me dijo que tenía listo un libro que iba a llamar “Metamemorias”. Hablamos largo rato sobre el contenido. Le expresé mis críticas sobre algunas decisiones políticas de Víctor Raúl, que aceptó sin chistar. Le pregunté si sabía cuál había sido la conducta de mi tío Rafael Belaunde cuando encabezó el funeral de doña Zoila, madre de Víctor Raúl, en momentos que este se encontraba escondido y perseguido. Lo sabía. Terminada la cena, me dijo que iba a regalar muy pocos ejemplares de sus memorias, pero que uno me lo destinaba a mí. Le contesté que lo leería con gusto y que además le haría un comentario en algún sitio. Se despidió de nosotros con una sonrisa que hasta ahora recuerdo.
Seguí las exequias por televisión, y el último día fui a la Casa del Pueblo. El ambiente me sobrecogió. Por gentilezas de amigos pude entrar sin dificultad y estar cerca del féretro y apreciar el pesar, no solo de la dirigencia sino también del pueblo aprista. Al margen de las intervenciones de los propios dirigentes e incluso de la familia, me sorprendió la madurez de Luis Bedoya Reyes, la ponderación del arzobispo de Lima, Carlos Castillo, y las cristianísimas palabras del cardenal Cipriani.
Los primeros días de agosto de 1979 me dirigí a casa de mi padre, Domingo García Rada, para visitarlo. Pero él salía en su carro y me invitó a acompañarlo. ¿A dónde vas? le dije. Al velorio de Víctor Raúl, contestó. No sé qué cara puse en ese momento, pero él acotó: “Nunca conocí a Haya, pero ante la muerte hay que dejar las diferencias de lado. Además —agregó— tengo muchos amigos apristas, que siempre han sido cordiales conmigo. Han pasado cuarenta años y he repetido la escena, pero para despedir a Alan García. Su partida ha sido la última lección de su vida.
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