sábado, diciembre 14, 2013

La libertad y el sistema económico (primera parte)

Friedrich August von Hayek (Viena, 1899 - Friburgo, 1992) fue un filósofo, jurista y economista de la Escuela Austríaca, discípulo de Friedrich von Wieser y de Ludwig von Mises. Es conocido principalmente por su defensa del liberalismo y por sus críticas a la economía planificada y socialista que, como sostiene en "Camino de servidumbre", considera un peligro para la libertad individual y conduce al totalitarismo. Fue galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1974.
La libertad y el sistema económico

Por Friedrich A. von Hayek

I - Una idea común hizo posible la transición intelectual del liberalismo del siglo XIX al socialismo de hoy, su extremo opuesto: la creencia de que la libertad individual sólo puede obtenerse si rompemos el "despotismo de la necesidad física". Si la libre competencia pone en peligro de tiempo en tiempo, de manera inevitable, la subsistencia de algunos, y si la seguridad de todos sólo puede alcanzarse restringiendo la libertad de la actividad económica, entonces no parece ese precio demasiado elevado. Sería injusto negar que la mayoría de quienes quieren restringir la iniciativa privada en materia económica lo hacen con la esperanza de crear mayor libertad en esferas que conceptúan más dignas. Se ha enseñado al mundo, con tanto éxito, a creer que "el ideal socialista de libertad social, económica y política" se puede realizar de manera simultánea, en todos estos aspectos, que el antiguo grito de los oponentes, de que el socialismo significa esclavitud, ha sido acallado por completo. La gran mayoría de los intelectuales socialistas de nuestro tiempo cree con sinceridad que son los verdaderos sostenedores de la gran tradición de la libertad intelectual y cultural, contraria al monstruo de un Leviatán autoritario.

Sin embargo, puede advertirse una nota de inquietud, aquí y allá, en los escritos de algunas de las mentes más independientes de nuestra época, los hombres que en general han sostenido la tendencia universal hacia el colectivismo. A ellos se ha impuesto la cuestión de si alguno de los sucesos dolorosos de las décadas pasadas son el resultado necesario de las tendencias que ellos mismos han favorecido. ¿Es un mero accidente el que la continua expansión de los poderes del Estado, que ellos han acogido como un instrumento para proporcionar mayor justicia, haya ocasionado en mucho países la desaparición de toda libertad personal y acabado con la justicia? ¿Es una mera casualidad la de que los países mismos que hace poco, comparativamente, eran mirados como socialmente avanzados, y como ejemplos dignos de imitarse, hayan sucumbido los primeros al despotismo real? ¿O no es quizás esta consecuencia el resultado, imprevisto pero inevitable, de esos mismos esfuerzos para hacer depender el destino del hombre menos de las fuerzas impersonales y quizás accidentales, y más del control humano consciente?.

Hay muchas características de nuestra situación que sugieren en forma vigorosa que esto puede ser así y que el intento de realizar algunas de las ambiciones más acariciadas y más generalmente mantenidas de nuestra época, nos ha llevado por un sendero fatal a la preservación de las conquistas más grandes del pasado. La similitud de muchos de los rasgos característicos de los regímenes "fascista" y "comunista" se hace cada vez más obvia. No pocos de los líderes intelectuales más avanzados del socialismo han admitido en forma abierta que la persecución de sus fines no es posible sin una limitación severa de la libertad individual. El pasado intelectual de los líderes autoritarios, así como el hecho de que en los estados fascistas se mire con frecuencia a un socialista como a un recluta potencial, mientras al liberal de la vieja escuela se le tiene como el archienemigo, sugieren una filiación de ideas muy diferente de la que es común suponer.

Sin embargo, es sobre todo los efectos del avance gradual hacia el colectivismo en los países que todavía acarician la tradición de libertad en sus instituciones sociales y políticas, lo que da pasto al pensamiento. La queja acerca del "nuevo despotismo" de la burocracia puede haber sido prematura y exagerada; pero quien quiera que haya tenido una oportunidad de mirar de cerca la evolución intelectual de los países que al fin sucumbieron al autoritarismo, no puede dejar de observar un cambio muy semejante, en una etapa mucho menos avanzada, en los países que aun son libres. Y muchos cambios que en sí mismos parecen bien inocentes, toman un aspecto enteramente diferente si se ven en ese escenario.

Se habla mucho acerca de los "peligros de la libertad" y de la prontitud declarada a "defenderla" contra los perversos designios de intereses siniestros. ¿Pero estamos ciertos de que sabemos con exactitud en dónde está el peligro que acecha a la libertad? ¿No debemos, al menos, detenernos y preguntar si la amenaza puede tener sus raíces en nuestras propias ambiciones y luchas? ¿Es tan evidente, como muchos creen, que el surgimiento de los regímenes fascistas fue simplemente una reacción intelectual fomentada por aquellos cuyos privilegios dañaba el progreso social? Es verdad, sin duda, que la dirección de los asuntos en estos países se arrebató de las manos de las clases obreras para ponerla en las de una oligarquía más eficiente. Pero los nuevos gobernantes ¿no se han adueñado de las ideas y los métodos fundamentales de sus opositores socialistas y comunistas transformándolos simplemente para sus propios fines?

Las posibilidades decisivas que sugiere tal análisis merecen atención mayor. Si fuera justa la sospecha de que la dilatación del control del estado sobre la vida económica, que tanto se desea, llevara necesariamente a la supresión de la libertad intelectual y cultural, esto significaría que estamos siendo testigos de una de las más grandes tragedias de la historia de la raza humana: más y más gente está siendo arrastrada por su indignación acerca de la supresión en algunos países de la libertad política e intelectual, para unirse a las fuerzas mismas que hacen inevitable la supresión final de su propia libertad. Esto significaría que muchos de los abogados más activos y sinceros de la libertad intelectual son, de hecho, sus peores enemigos, muchos más peligrosos que sus opositores declarados porque llevan al movimiento colectivista que de manera final destruye la libertad intelectual tanto como la económica, el apoyo de quienes retrocederían de horror si entendieran estas consecuencias.

Por supuesto que no es una nueva idea la de que la dirección central de la actividad económica pudiera implicar la destrucción de la libertad y de las instituciones democráticas. Con frecuencia se ha afirmado dogmáticamente tal cosa, y negado vehementemente con más frecuencia aún. En un symposium reciente sobre "sociedad planeada", encontramos a autor tras autor, preocupados en este problema, lo mismo repitiendo la acusación como intentando negarla. En realidad el profesor Gustav Cassel expone allí su temor con una claridad que no deja nada que desear. Escribe:

La economía planeada tenderá siempre a convertirse en dictadura ... la experiencia ha demostrado que los cuerpos representativos son incapaces de llenar todas las múltiples funciones conectadas con la dirección económica, sin verse envueltos más y más en la lucha entre intereses encontrados, con la consecuencia de una decadencia moral que termina en la corrupción del partido si no en la individual. Solo restricciones deliberadas y prudentes a las funciones parlamentarias pueden salvar al gobierno representativo. La dictadura económica es mucho más peligrosa de lo que la gente cree. Una vez establecido el control autoritario, no siempre será posible limitarlo al campo económico.

Sería útil inquirir si esto tiene que ser así necesariamente, o si, como aún el profesor Cassel sugiere a medias, la coincidencia es accidental.

Un examen cuidadoso de la transición sufrida por países que hasta hace poco parecían los más "avanzados" en la esfera social y política y que ahora han pasado a una etapa a la que nos inclinamos a asociar con el distante pasado en realidad revela un marco de evolución que sugiere que no fueron accidentes históricos desafortunados, sino que una similitud de los métodos aplicados para alcanzar fines ideales, ideales que aprobaban casi todos los hombres de buena voluntad, tenían que producir consecuencias por completo imprevistas. Se hará aquí un intento para destacar estas conexiones que pueden descubrirse entre la economía planeada y la dictadura y demostrar porque deben mirarse como un marco más o menos inevitable, dictado por características que están entretejidas con la idea misma de una sociedad planeada.

El punto principal es muy simple. Es que la planeación económica general, a la que se mira como necesaria para organizar la actividad económica dentro de lineamientos más racionales y eficientes, presupone un acuerdo mucho más completo sobre la importancia relativa de los diferentes fines sociales del que en realidad existe, y que, en consecuencia, la autoridad planeadora, para que le sea posible planear, debe imponer a la gente el código detallado de valores que falta. Imponer tal detalle significa más que leer solo un código, detallado en vagas fórmulas generales que la gente está dispuesta a veces a aceptar con relativa facilidad. Debe hacerse creer a la gente en el código particularizado de valores, porque el éxito o el fracaso de la autoridad planeadora puede depender, de dos maneras diferentes, de si tiene éxito en crear esa creencia. Por una parte, sólo si la gente cree en los fines a los que el plan conduce, obtendrá el apoyo entusiasta necesario; por otra se considerará feliz el resultado sólo si los fines alcanzados los considera justos la generalidad.

Una exposición más completa debe empezar con los problemas que surjan cuando una democracia se embarca en la corriente de la planeación económica. Aun cuando las consecuencias políticas cabales de la planeación se revelan, por lo general, sólo después de que han conducido a la destrucción de la democracia, es durante ese proceso de transición cuando puede verse mejor por qué la libertad personal y la dirección central de los asuntos económicos son irreconciliables y en dónde surge el conflicto.

Antes de abordar esa tarea, es necesario, sin embargo, despejar la niebla de confusión y ambigüedad que envuelve al término "planeación". A menos de ser muy cuidadoso a este respecto, hay un gran peligro de que la vaguedad del término conduzca a argumentar con propósitos encontrados y de que la fuente real del peligro ante el cual estamos se malentienda. Incidentalmente, estas reflexiones pueden capacitarnos para obtener una distinción algo más aguda entre el verdadero liberalismo que, podrá argüirse, sólo es compatible con la libertad, y el socialismo y el colectivismo en todas sus formas que como el razonamiento demostrará no puede reconciliarse con las instituciones libres y democráticas.

La confusión acerca de la cual hablamos es particularmente peligrosa porque la planeación en el sentido estricto, sobre la cual gira toda la controversia, debe en gran parte su general atracción al hecho de que la misma palabra "planeación" se aplica también para describir la aplicación de la razón a los problemas sociales en general aplicación que, sin duda, es indispensable si queremos tratar estos asuntos con inteligencia, y a la que es imposible objetar en un terreno racional. El llamado a la razón que lleva en sí la palabra "planeación" a causa de esta segunda connotación, probablemente explica en buena parte su popularidad cuando se usa con vaguedad. Sin embargo, hay un mundo de diferencias entre la planeación económica en el sentido estricto del término y la aplicación de la razón a los problemas sociales en general.

Podemos "planear" un sistema de reglas generales, aplicables de igual manera a toda la gente y con intención de que sean permanentes, aun cuando sujetas a revisión al crecer los conocimientos, que provee de un marco institucional dentro del cual se deja a los individuos las decisiones de lo que hay que hacer y cómo ganarse la vida. En otras palabras, podemos planear un sistema en el cual se da a la iniciativa individual el campo más amplio posible y la mejor oportunidad de obtener una coordinación efectiva del esfuerzo individual. O podemos "planear" en el sentido de que la acción concreta de los diferentes individuos, la parte que cada persona debe representar en el proceso social de producciónqué es lo que hará y cómo lo hará lo decida el agente planeador. Planeación en el primer sentido significa que la dirección de la producción se ocasiona por la combinación libre del conocimiento de todos los participantes, con precios que trasmiten a cada uno la información que los ayuda a relacionar sus acciones con las de los otros. Sin embargo, la planeación de los planeadores de nuestra épocala dirección central de acuerdo con una calca social preconcebidaimplica la idea de que algún grupo de individuos, o en último caso alguna mente individual, decide por la gente lo que ésta debe hacer en cada momento.

Mientras haya esta distinción entre la construcción de un sistema legal racional bajo cuyo imperio la gente será libre para seguir sus preferencias, y un sistema de órdenes específicas y prohibiciones, es bastante clara como principio general, no es fácil definirla con exactitud y a veces es muy difícil aplicarla a un caso concreto. Sin duda esta dificultad ha contribuido más aún a confundir la distinción entre la planeación mediante la libertad y la planeación por medio de la interferencia constante. Es esencial desarrollar algo más esta distinción crucial, si bien hacer un examen satisfactorio de esta cuestión rebasaría los límites de este esquema.

Construyendo un marco racional de reglas generales y permanentes, se crea un mecanismo por medio del cual se dirigirá la producción, pero no se toma una decisión consciente acerca de los fines a los cuales se encamina. Las leyes tienen por mira principal la eliminación de la incertidumbre posible de evitar, estableciendo principios de los cuales puede deducirse en un momento dado, quién puede disponer de determinados recursos, y evitar el error innecesario previniendo el engaño y el fraude. No se hacen estas reglas, sin embargo, con la esperanza de que beneficien a A y dañen a B. Ambos podrán escoger su posición dentro de la ley y ambos se encontrarán en un posición mejor a la que tendrían si no existiera ley alguna. Esta reglas (derecho civil y criminal) son generales no solo en el sentido de que se aplican por igual a todos, sino también en el de que los ayudan a conseguir sus varios fines individuales, de manera que, a la larga, todos tienen oportunidad de beneficiarse de su existencia. El hecho mismo de que la influencia de sus efectos sobre individuos diferentes no pueda preverse, porque se esparcen con demasiada amplitud y se intenta que las reglas mismas permanezcan en vigor por un periodo muy largo, implica que en la formulación de tales reglas no se necesita, o pueda hacerse, una elección deliberada entre la necesidad relativa de diferentes individuos o de grupos diversos, y que el mismo conjunto de reglas es compatible con las más variadas opiniones individuales acerca de la relativa importancia de cosas diferentes.

Ahora bien, debe admitirse que los primeros liberales no se han empeñado consistentemente en la tarea de crear un marco legal racional. Después de vindicar, basados en razones utilitarias, los principios generales de la propiedad privada y de la libertad contractual, se han quedado cortos al aplicar el mismo criterio de conveniencia social a las formas históricas específicas de la ley de propiedad y de contrato. Sin embargo, debiera haber sido obvio que la cuestión del contenido exacto y las limitaciones específicas de los derechos de propiedad, y cómo cuándo el estado obligaría al cumplimiento de contratos, exige tanta consideración por razones utilitarias como el principio general. Por desgracia, sin embargo, muchos de los liberales del siglo XIX, después de haberse satisfecho a sí mismos con la justificación del principio general, cuya aceptación se habían negado, con razón, a admitir como un dictado del derecho natural, se sintieron del todo contentos al aceptar la formulación de la ley de entonces, como si aquella fuera la única concebible y natural. Un cierto dogmatismo a este respecto, que con frecuencia tenía la apariencia de una repugnancia a razonar estos problemas, condujo a un punto muerto prematuro esta clase de planeación, arrojando en el descrédito a la doctrina liberal toda.

La "planeación" en el segundo y más estrecho sentido, que es el tópico de discusión en nuestros días, sería descrita con más exactitud, siguiendo el término francés économie dirigée, como un sistema de "economía dirigida". Su esencia es que la autoridad central tiene a su cargo el decidir el uso concreto de los recursos disponibles, que las miras y la información de la autoridad central gobiernen la selección de las necesidades que tiene que ser satisfechas y los métodos de su satisfacción. Aquí la planeación no se confina ya a la creación de condiciones que surten su efecto porque los particulares, en sus decisiones, las conocen de antemano y las toman en cuenta. Los reglamentos y las órdenes se hacen con la intención de revisarlas y varían en conexión con un cambio de circunstancias, las cuales, dentro del primer tipo de planeación, hubieran conducido simplemente a un respuesta diversa de los productores interesados. La previsión de los individuos no se usa ya aquí para conseguir que cada cambio en las circunstancias se registre en la estructura de precios en cuanto alguien lo descubra o espere. El conocimiento que guía la producción no es ya el conocimiento combinado de la gente que tiene a su cargo inmediato las distintas operaciones de ella; es el conocimiento de la pocas mentes directrices que participan en la formulación y ejecución de un plan dispuesto conscientemente. El mecanismo de precios, único del que se sabe que puede utilizar el conocimiento de todos, se descarta en favor de un método que utiliza exclusiva y consistentemente el conocimiento y opiniones de unos cuantos. La planeación en este sentido es la que ahora se usa en forma creciente cuando a una industria se le dice que no exceda un cierto límite de producción o que no aumente su equipo; cuando a otra se le impide vender más bajo (o mas alto) de un precio determinado; cuando se prohibe a un propietario explotar cierta mina o cultivar determinada superficie, cuando se restringe el número de talleres o cuando se subvenciona a un productor para que produzca en un lugar y no en otro, y en el número infinito de medidas de un especie similar. Es en particular la planeación en este sentido la que implica, como veremos, toda reorganización de la sociedad según lineamientos socialistas.

No se intenta negar aquí que alguna de planeación central de esta clase será siempre necesaria. Hay campos incuestionables, como la lucha contra las enfermedades contagiosas, en los que el mecanismo de precios no es aplicable, sea porque a algunos servicios no puede ponérseles precio, o por que un objeto evidente, deseado por una mayoría abrumadora, sólo puede alcanzarse si se coerciona a una pequeña minoría opuesta. Sin embargo, el problema que estamos examinando no es si el sistema de precios debe suplementarse o si debe encontrársele un sustituto cuando la naturaleza del caso lo haga inaplicable, sino si debe suplantársele cuando las condiciones para su funcionamiento existen o pueden ser creadas. La cuestión es si podemos conseguir algo mejor por la colaboración espontánea del mercado, y no si han de proporcionarse en alguna otra forma servicios necesarios que no pueden ser objeto de un precio y que, por lo tanto, no podrán obtenerse en el mercado.

La creencia de que la planeación central en ese sentido es necesaria para conseguir una actividad productora más "racional" esto es, para obtener una producción general mayor en algún sentido técnico, de manera que todos salieran ganando con ello es, sin embargo, sólo una de las raíces para clamar por tal planeación. Sería interesante demostrar, si bien imposible dentro del espacio disponible, cómo esta creencia se debe en gran parte a la intromisión en la discusión de los problemas sociales de las preconcepciones del científico puro y del ingeniero, que han dominado la perspectiva del hombre educado durante los cien años últimos. Para una generación educada en estas miras, que ha crecido en medio de esta opiniones, cualquier sugestión de que un orden y una reacción intencionada puedan existir, sin deberes a la acción consciente de una mente directriz, era en sí misma "un desecho medieval", un retazo de teología ridícula que todas las conclusiones basadas en tales argumentos viciaban y desacreditaban. Sin embargo, puede demostrarse de una manera que nunca ha contradicho quien haya entendido el problema, que la colaboración inconsciente de los individuos en el mercado conduce a la solución de problemas que, aun cuando ninguna mente individual haya formulado jamás estos problemas en una economía de mercado, tendrían que ser resueltos de manera consciente por el mismo principio en un sistema planeado. Dentro del sistema de precios la solución de estos problemas es impersonal y social en el sentido estricto del término; por eso, apenas si podemos indicar de paso el curioso salto intelectual por el cual muchos pensadores, después de ensalzar la sociedad en su conjunto como infinitamente superior e insistir que en cierto sentido es algo más que una mera colección de individuos, todos concluyen pidiendo que no debe dejársela guiar por sus propias fuerzas sociales impersonales, sino que debe estar sujeta al control de una mente directriz, que es, por supuesto, en último análisis, la mente de un individuo.

Tampoco es posible, dentro de los límites de este ensayo, demostrar por qué esta creencia en la mayor eficiencia de una economía planeada no puede defenderse con razones económicas. De cualquier manera, la reciente discusión de estos problemas, por lo menos ha creado grandes dudas acerca de esta creencia, y muchos de los partidarios de la planeación se contentan con la esperanza de tener éxito al hacer llegar tal sistema de planeación, por lo menos en lo que concierne a una racionalidad formal, muy cerca de los resultados de un sistema de competencia. Pero puede decirse con razón que no es ésta la cuestión decisiva. Muchos planeadores se conformarían admitiendo una considerable disminución de la eficiencia si a este precio se pudiera lograr mayor justicia distributiva. Y esto nos lleva en realidad a la cuestión decisiva. La decisión última a favor o en contra del socialismo no puede descansar en un terreno puramente económico, ni basarse en la determinación de si es probable que se obtenga de la sociedad una producción mayor o no menor con los sistemas alterno en cuestión. Las miras del socialismo, al igual que el costo de su logro, pertenecen sobre todo a la esfera moral. El conflicto es más bien de ideales distintos al mero bienestar; por eso la dificultad estriba en que estos ideales en conflicto viven todavía juntos en los pechos de mucha gente sin que ellas se enteren del conflicto. Nuestra elección final habrá de basarse en consideraciones semejantes a las que aquí hemos examinado.

Es verdad innegable que en tanto que a la planeación en el sentido específico no se le pide hacer la producción más racional en algún sentido formal, se la necesita si el relativo bienestar de gente diferente debe hacerse conformar con algún orden preconcebido, y que una distribución de rentas que corresponda a alguna concepción absoluta de los méritos de gente diferente sólo puede alcanzarse por la planeación. De hecho, este argumento de justicia, y no el de la mayor racionalidad, es el único que puede adelantarse legítimamente en favor de la planeación. Es también por la misma razón que todas las formas de socialismo implican la planeación en este sentido específico. La "sociedad" no puede posesionarse de todos los instrumentos materiales de producción sin echarse a cuestas o decidir sobre el propósito y la forma en que habrán de usarse. No es esto menos cierto de los sistemas de "competencia socialista" que se han propuesto recientemente como una solución a las dificultades de cálculo en un sistema más centralizado que en los esquemas más antiguos de la planeación socialista.

También debe añadirse aquí que la planeación de esta clase, si ha de hacerse racional y consistentemente, no puede limitarse por mucho tiempo a la intervención local o parcial en el funcionamiento del sistema de precios. En tanto que la acción del estado se limite a suplementar ese funcionamiento satisfaciendo determinadas necesidades colectivas, o dando a todos la misma seguridad contra la violencia o las enfermedades infecciosas, deja al sistema de precios intacto en su esfera. Pero en cuanto el estado intenta corregir los resultados del mercado y controlar los precios y las cantidades a producir a fin de beneficiar a clases o grupos determinados, será difícil detenerse a mitad del camino. No es necesario pasar revista a los argumentos económicos familiares que enseñan por qué el mero "intervencionismo" se destruye a sí mismo y se contradice, y cómo, si el propósito central de intervención ha de alcanzarse, la intervención debe dilatarse hasta convertirse en un sistema comprensivo de planeación. Pero es pertinente subrayar, en conexión con esto, ciertos factores sociológicos que funcionan en el mismo sentido. Es indudable que la desigualdad se tolera con más facilidad si se debe a accidente, o por lo menos a fuerzas impersonales, que cuando se debe a designio. La gente se someterá al infortunio que puede herir a cualquiera, pero no con tanta facilidad al sufrimiento que es el resultado de la decisión arbitraria de la autoridad. La insatisfacción con la suerte propia crecerá de manera inevitable con la conciencia de que es el resultado de la decisión humana. Una vez que el gobierno se ha embarcado en la planeación en bien de la justicia no puede rehusar la responsabilidad por la suerte de cualquiera. En particular no podrá rehusar protección por las consecuencias de cualquier cambio que se mira como inmerecido. Pero mientras haya un resto de mercado libre, cada cambio individual será en detrimento de algunos, aun cuando el resultado del progreso beneficie a todos al final. Por lo tanto, no hay progreso en el que quien participa en las formas aceptadas para hacer las cosas no tenga interés en detener. Por lo tanto, la gran ventaja del sistema de competencia está exactamente en el hecho de ofrecer un premio a la previsión y a la adaptabilidad y en el hecho de que uno tiene que pagar por él si desea permanecer en una ocupación que ha llegado a ser menos necesaria. Cualquier intento de indemnizar a la gente por las consecuencias de cambios que no han sido previstos por ellos, hace ineficaces las fuerzas del mercado y necesario poner la dirección central en el lugar de ellas.

Share on :

0 comentarios:

 
© Copyright A.P.R.A. | 1924 - 2022 | APRA - Some rights reserved | Powered by Blogger.com.
Developed by ORREGO-wmb | Published by Borneo Templates and Theme4all