Hace unos días pregunté en clase por algunas buenas obras del segundo gobierno de Alan García y los alumnos alcanzaron a recordar el tren, los colegios y la reducción de la pobreza. Pregunté también por las buenas obras del actual gobierno y nadie dijo nada. Como es obvio, esta sencilla operación no me sirve para establecer si un gobierno fue mejor que el otro pero sí para intuir que el primero ha sabido posicionar algunos de sus aciertos ante la opinión pública, mientras que el segundo no lo ha logrado todavía.
Esta problemática admite diferentes lecturas e interpretaciones pero quiero concentrarme en una decisión que se tomó en Palacio de Gobierno, a poco de iniciada la actual gestión gubernamental, y que explica el insuficiente marketeo de sus políticas sociales tanto como la consolidación de Alan García como líder de la oposición. Se trata de la decisión de fortalecer a la Primera Dama pensando en su candidatura en 2016 y de, en simultáneo, sacar del camino a quien podía convertirse en su mayor contrincante. Es decir, la política de “habilitar-inhabilitar”
Respecto de Alan García, es claro que todo funcionario es y debe ser sujeto de escrutinio e investigación de sus actos en el ejercicio de la función pública. Sin embargo, las indagaciones sobre su segundo gobierno partieron de una consigna y un objetivo político específicos: la invalidación de su candidatura en 2016. Por ello, un creciente sector de la ciudadanía percibe el trabajo de la Megacomisión como una persecución contra el líder del “Partido de la Estrella”, la que explicaría sus vicios procesales y la suspensión de todo lo actuado por el Poder judicial. Incluso, los detractores más lúcidos del expresidente han reconocido que su inhabilitación política, a través de una simple mayoría parlamentaria, no parecía la manera más democrática de sacarlo del camino.
Desde otra mirada, la demolición mediática de adversarios políticos es la expresión de una vieja e infructuosa estrategia. En 1990, la prensa nacional y los grupos de poder la tomaron contra Alberto Fujimori por desafiar a Mario Vargas Llosa, y Fujimori ganó. En 2011 pasó lo mismo con Ollanta Humala, retratado como un nacionalista que llevaría al Perú a un nuevo velascato: Ollanta ganó y no hizo tal cosa. Nadie puede negar las pasiones y polarización que Alan García desata, pero la izquierda limeña, caja de resonancia de sus acusadores, debe aceptar que el autoconvencimiento no basta para demostrar la culpabilidad de nadie y que el debido proceso es una garantía fundamental que todos los ciudadanos merecen.
En un medio político menos caudillista y más institucional, el actual gobierno no se hubiese trazado la meta de forzar las reglas del juego democráticas a través de la política de “habilitar-inhabilitar” y las investigaciones contra el líder del APRA no se hubiesen visto empañadas por la sospecha de su condicionamiento político; en otras palabras, hubiesen podido revestirse de la legitimidad con la que hoy no cuentan. Por otro lado, gobierno y opinión pública se hubiesen concentrado en la agenda social y del desarrollo; de la lucha contra la pobreza y la inseguridad ciudadanas. Al mismo tiempo, las bases nacionalistas hubiesen trabajado otra candidatura pensando en 2016, quien sabe si Marisol Espinoza o Daniel Abugattás.
Pero todo ello es mucho pedirle a un país que amalgama extrañamente caudillismo y democracia. Si la misma APRA, que se jacta de su organización, no pudo presentar en 2011 un candidato diferente a García, parece demasiado imaginar al nacionalismo eligiendo cívicamente un postulante a través del voto de sus militantes de base. Pero insistamos en que, por inalcanzable que parezca, el camino de las instituciones y del respeto de las reglas del juego democrático es el objetivo básico si queremos potenciar –y no echar por tierra- la agenda del desarrollo. El frenazo recientemente experimentado por nuestro crecimiento económico pide a gritos una política a la altura de las circunstancias.
    
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